Dayanna,
Hoy no te escribo desde el enojo, ni desde la herida.
Te escribo desde un lugar que me ha costado años construir:
la paz de entender, aceptar y soltar.
He recordado muchas veces nuestras conversaciones, nuestros roces, los silencios incómodos, tus gestos de distancia cuando más intentaba acercarme con el corazón en la mano.
Y durante mucho tiempo no entendí por qué.
Hasta que lo comprendí: no era yo, era tu historia.
Entendí que llevas heridas que van más allá de lo que pudiste decirme.
Que fuiste madre en medio del abandono.
Que tuviste que defenderte antes de poder confiar.
Que aprendiste a sobrevivir a golpes emocionales, y que a veces, confundes afecto con amenaza, cercanía con peligro.
Y entendí que cuando el amor te llega limpio, honesto y en paz… tu sistema interno no sabe qué hacer con él.
Porque nunca te enseñaron que el amor también puede ser suave, estable y sin gritos.
Te idealicé, Dayanna. Y durante un tiempo, quise creer que si te amaba con fuerza, eso bastaría para que confiaras en mí.
Pero no se puede amar por dos.
No se puede construir si una parte sigue escapando del afecto.
No te culpo.
Tu historia fue dura.
Pero hoy reconozco que yo no vine a ser tu rescatador, ni tu redención emocional.
Hoy sé que yo no era el enemigo, aunque a veces me trataras como tal.
Que mis silencios eran prudencia, no frialdad.
Que mi partida fue autocuidado, no abandono.
Y por eso, desde este lugar claro y firme, te digo:
Entiendo tu historia.
Pero ya no es la mía.
Yo ya no me vinculo desde la espera.
Ni desde la lucha.
Ni desde el deseo de que alguien cambie.
Hoy me elijo desde el amor sano.
Desde la reciprocidad.
Desde la presencia emocional.
Te deseo que algún día puedas abrirte sin miedo.
Que sanes lo que te enseñó a defenderte del amor.
Y que cuando ese día llegue, puedas amar sin huir, sin culpar, sin sabotear lo bueno que llega.
Gracias por lo vivido.
Gracias por lo aprendido.
Y gracias, sobre todo, por confirmarme lo que ya no estoy dispuesto a repetir.
Con respeto,
Fer